viernes, 14 de junio de 2013

Pintura local (2)

En mi última entrega abordé la distinción que se instaló entre pintores autónomos y muralistas subordinados. Sólo reconozco  una situación de hecho que sustituye a una primera distinción, que colaboró con la fragilización del espacio pictórico. Esta primera distinción es la que se instaló desde el año 2000 en adelante entre el arte local de vanguardia y el espacio pictórico local. Es efectivo que el arte de vanguardia fue oficializado por el aparato universitario, que discriminó en su propio seno a la pintura, para satisfacer una demanda de carrera externa que debía materializarse en un espacio metropolitano. Es decir, el destino del arte oficial de la vanguardia local  -fondarizadamente garantizada- fue el reconocimiento parcial de parte de académicos europeos deseosos de  especialización en “arte de la alternativa”. Los agentes locales se convirtieron en “tour operadores” de artistas visitantes internacionales que, en términos estrictos, dejaron bastante poco en insumos para el desarrollo de la escena local. 

En la medida que la vanguardia oficial local abandonó la ciudad para  iniciar su frustrada carrera por fuera, le dejó el terreno libre a los animadores sociales gráficos que, con el apoyo de la carnavalización financiada, inició la progresiva saturación muralística de la ciudad. Dejó de existir la vigilancia discursiva que uno hubiese esperado de parte de los agentes más lúcidos de la plaza.

La  instalación  del PCdV como dispositivo de investigación de la escena local tenía que encontrarse con la existencia de una escena pictórica prácticamente clandestina; por no decir, subordinada. De este modo, Pintura Latente I y Pintura Latente II  reconocen la existencia de un bloque de trabajo realmente diverso, que se reproduce bajo ciertas condiciones de restricción, sobre la que evidentemente, hay mucho paño que cortar. Pero de que existe un paño, nadie lo puede dudar.

No se trata de cantidad, pero es inevitable pensar que la vanguardia oficial omitió la existencia de una práctica que con todas sus dificultades, se mantuvo gracias a la perseverancia  personal de sus  agentes. De lo que hay que ocuparse, hoy día, es de los efectos amplificados de esta perseverancia.  En un primer momento, esto significa recoger algunas exigencias,  tanto en el plano del discurso como  en el terreno de la práctica pictórica, ligada al olor de la trementina, la materialidad de los pigmentos y la permanencia de los aglutinantes. Para que, en un segundo momento,   desde el manejo de la cocina clásica de la pintura, se pueda reflexionar sobre sus expansiones y desplazamientos. 

No es posible inventar la pólvora, en pintura, pero de todos modos se puede intensificar el discurso y la práctica. Comencemos con el  discurso, en el sentido de poder disponer en el espacio local de la última reflexión internacional. Si la academia universitaria no ha hecho su trabajo en este terreno, entonces hay que promover la transferencia informativa  desde el rol de un Centro de Arte. Sigamos con el análisis de las prácticas, a través de clínicas y residencias, invitando a artistas eminentes, reconocidos por su trabajo en la recomposición de las escenas.


Lo que señalo con anterioridad es un plan de fortalecimiento local de la pintura, a través de iniciativas muy simples, pero responsables, destinadas a la pintura de una atención crítica hacia sus deudas formales implícitas con la cultura popular urbana. ¿Cuál es el fantasma que hay que combatir? El fantasma de la ilustración. Tanto de la ilustración de la propia pintura como de  la ilustración de la patrimonialidad. ¿De qué manera? Reconociendo la existencia de un bloque de pintura, en cuyo seno habrá que hacer otras distinciones y plantear  exigencias  al interior del propio campo pictórico.  Todo lo cual implica establecer nuevas confianzas y recuperar antiguas formas de trabajo,  a condición de construir una mirada contemporánea que ponga en tensión la recomposición del paisaje pictórico local. 

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