martes, 8 de abril de 2014

Tartufo en Valparaíso

Durante los días  3, 4, 5 y 6 de abril se ha presentado en el teatro del Parque Cultural de Valparaíso, Tartufo, de Molière, bajo dirección de Sergio Gajardo, con un gran elenco de actores locales (Ernesto Briones /Claudio Marín/Consuelo Holzapfel/Cecilia Miranda /Valeria Pruzzo/Sergio Díaz/Astrid Ribba /Patricio Díaz/Daniela Descalzi). 

Tartufo es, fundamentalmente, una obra satírica que nos permite acceder a un cuadro de las costumbres francesas del siglo XVII.  ¿A quien le importa la Francia de esta época, sino como excusa relevante para abordar de manera mediada el alcance de la impostura en nuestra propia escena local? 

Tartufffe es el nombre de una trufa  o  de un hongo que crece bajo tierra. Esto es muy importante tenerlo en cuenta. Lo principal, en esta obra, es el combate contra la impostura.  

Impostura del teatro vociferante, en primer lugar, que emplea recursos de una sorprendente facilidad mimética que se hace portadora de un eficaz convencionalismo declamatorio. Impostura de la sección voraz de la clase política local, en segundo lugar,  descrita en el artículo de Marcelo Mellado en The Clinic, titulado  Estética de la reposición.           Y en tercer lugar, la  impostura de  las operaciones  que realiza  la “nueva devoción” social católica, que opera como franja representativa de unos excluidos fabricados a su medida.  

Montar Tartufo en Valparaíso implica  instalar un criterio de exigencia formal que privilegia el trabajo del texto, a través de un uso  especialmente regulado de vocablos populares, de gestos denotativos de una hipocresía burguesa de pacotilla,  de repeticiones deformantes y ostentatorias de un discurso hogareño autoritario, conducido a su expresión patética mediante la argumentación endogámica de un referente paterno en pleno derrumbe. Estamos lejos del “teatro político” convencional, si bien, Moliere es legible en una clave extraordinariamente política. 

En este sentido, hay dos elementos en la dirección  de Sergio Gajardo  que merecen una atención suplementaria, ya que ponen en evidencia una cierta indeterminación que fija la  toxicidad de la acción.  Lo primero es la composición de una música de paródica referencia a un lugar nocturno que no reproduce el tic nervioso de la bohemia porteña; lo segundo es la disposición de un vestuario que delimita  una definición estricta de un calculado mal gusto, con una mezquina combinación  de accesorios.  

El vestuario, insisto, remite a una falsa pulcritud clase-mediana y adquiere en este contexto un valor expresivo de excepción.   Estos dos elementos fijan una “escenografía” portátil, que contribuye a  marcar las posiciones de los personajes, en un ruedo que acelera un tipo de  comicidad que alcanza por momentos unos atributos aberrantes, pero medidos por un ejercicio de “la parodia al interior de la parodia”. 

Los temas secundarios referidos a la conyugalidad aparecen como soporte  amortiguado de las intrigas lejanas de Palacio, redoblando el rigor de las interpretaciones, que por momentos conducen a revalorizar el rol de la jocosidad como recurso de retención del pánico. De fondo,  se sospecha el susurro  de los secretos de alcoba que hacen resonar los secretos de Estado y  dominan la decibilidad de las escenas de representación política.  Los pliegues de las sábanas tienen su parangón en los pliegues de la lengua de la adulación, caracterizada por un eufemismo rastrero.  
Todo esto señala que no hemos equivocado el rumbo en nuestra programación de teatro. Podríamos decir que tenemos una política de indicios de teatralidad. Primero Molière, para anticipar el arribo de otros montajes clásicamente políticos, como Antígona, por ejemplo. En los pliegues del barroco francés y de Sófocles podemos hablar de “lo mismo”; es decir, de una manera análoga  a como los Modernos se representan (siempre) a la Antigüedad. 


El valor de montar Molière en Valparaíso apunta a poner en veremos las condiciones de la “imitación”, subordinada al poder de fijar la identidad del pasado y del presente; identidad que será develada a través de una interpretación de texto que solo será inteligible en la medida que el público invierta en él el conocimiento que tenga de las instituciones. Por eso, este montaje de Tartufo resulta ser más político que otras  manifestaciones que ostentan denotativamente el título. 

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